SERIE oculos - 1999
OBRA ESCULTÓRICALa serie óculos, son miradas hacia las que nos dirigimos, mientras recorremos el espacio que nos rodea con un dedo invisible, para proyectarnos a nuevos espacios, distantes en los que las atraparemos mientras recorremos sus superficies, texturas y sus límites.
Observadores, vemos los empujes y tirones de los esquemas visuales como propiedades genuinas de los propios objetos percibidos, ligeros y confrontados entre sus partes y el todo, interactuando.
Alfonso García
Toda sombra tiene su luz
Conozco la historia de un fotógrafo que dejó de hacer fotos sin dejar de ser fotógrafo. Su pasión inicial por la fotografía se transformó, con el paso del tiempo, en una obsesión por lo fotográfico.
Fascinado con el proceso que da lugar a toda imagen, imaginó lo que ocurría cada vez que disparaba su cámara. La fotografía, pensó, nos ofrece un mundo de réplicas, un universo duplicado pero falso e ilusorio.
Esta creación de mundos aparentes arrancados de la realidad, la interpretaba como un deslizamiento de la sustancia de lo existente, como una migración indolora, no de la materia, sino de su reflejo.
Así, lo había visto en un grabado que ilustraba un viejo manual para amateurs: junto a la cámara, el fotógrafo dibujado observaba a los protagonistas de sus fotografías, introduciéndose, como minúsculos seres vivientes y obedientes, en el interior de la cámara para lanzarse luego a las cubetas de revelado, donde quedarían fijados a una fotografía para siempre.
“Hacer una fotografía”, escribió en uno de sus cuadernos inéditos, “es detener el tiempo de la felicidad. En una fotografía nos reencontramos con lo que una vez nos agradó y quisimos recordar”. Fue entonces, cuando empezó su gran proyecto de recopilar la esencia del mundo traducida en luz fotográfica: montañas y nubes, ríos y mares, flores y árboles, ciudades y desiertos, rostros y cuerpos pasaron por su mirada y se detuvieron en la superficie argéntica de los negativos.
Fue entonces, también, cuando dejó de revelar sus películas y fue amontonando, uno tras otro, los rollos de fotos: ordenados por fechas, ocuparon, primero las estanterías, desplazando y sepultando a los libros a un humillante segundo plano.
Más tarde, pasaron, en rigurosa disposición cronológica, a cajas, y las cajas, a su vez, fueron llenando todas y cada una de las habitaciones de la casa, a las que se podía acceder gracias a unos pasillos laberínticos que parecían barrancos infinitos de cartón.
Le entusiasmaba la idea de que todas las fotografías conservadas en este estado provisional de latencia, sólo tuvieran sentido gracias a su propia memoria. En cada uno de aquellos negativos no revelados, creía ver una lucha por la existencia: luces entre las sombras, depósitos concentrados de energía, cada uno de los objetos fotografiados experimentaban su propio devenir, más allá de la realidad que les dio vida. Era como si el instante en el que fue tomada la imagen hubiera continuado un desarrollo paralelo.
Todo en la fotografía se transformaba y modificaba a su libre albedrío, retornando, cuando así se requería, al momento primero de la toma, un momento que, en el plano de la realidad, era ya una historia olvidada, un tiempo pasado.
Hace años que nadie sabe nada de él. Un día desapareció sin dejar rastro, o mejor dicho, dejando tras de sí una fotografía. En el estudio sólo se encontró su cámara sobre el trípode, como si algo hubiera interrumpido momentáneamente su trabajo. El juez ordenó revelar aquel postrero carrete en busca de alguna prueba aclaratoria, pero sólo se encontraron algunas fotografías de bodegones (“fruta de temporada”, escribió el funcionario de policía en su informe) y, como última imagen, un autorretrato.
Tengo entre mis manos aquel retrato del fotógrafo. Nada en él explica el enigma de su desaparición. Sólo sus labios, que marcan una leve sonrisa, y el brillo, casi un resplandor, de su mirada, destacan en una composición tan anodina y convencional que parece tomada al azar. Sin embargo, ahora me viene a la memoria una antigua conversación que mantuvimos poco antes de este misterioso suceso. Recuerdo esa misma sonrisa y esa misma luz en sus ojos, extraña y profunda como un escalofrío. Recuerdo también sus palabras: “la fotografía es una forma de muerte y de resurrección.
Cuando hago una foto me imagino el mundo desintegrándose en partículas, como un grano de polen arrancado por el viento y lanzado a un destino incierto, o como una gota de lluvia estallando contra el suelo, multiplicándose en otras tantas gotas, cada una de ellas necesarias para completar un ciclo de vida, regando la tierra en la que crecerá una nueva planta germinada.
La realidad es el mundo de la luz, y la fotografía el de la sombra; la fotografía requiere la luz, pero la realidad también precisa de las sombras para hacer más comprensible sus matices, sus volúmenes y sus perfiles. Toda luz tiene su sombra y toda sombra tiene su luz”.
Al mirar ahora este retrato final, pienso en el fotógrafo atrapado en su destino, en su propia fotografía. Lo imagino viviendo otra vida, más allá de esta imagen estática sobre un papel, sonriendo entre torrentes de luz y paisajes de sombra.
Carmelo Vega